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Cabezas – Pintura

CABEZAS DORADAS

Francisco Calvo Serraller

Recuerdo las doradas máscaras micénicas, frontales y achatadas, muy brillantes, pero de basta factura, como forjadas a golpes de calderero. Son del siglo XVI antes de Cristo. Fueron moldeadas directamente sobre el rostro, lo que les da un cierto aire naturalista individualizador. Formaban parte del ajuar funerario hallado en las tumbas, lo que nos indica el trasfondo original de toda máscara, que trata de conjurar la muerte. Es el mismo uso ritual que tuvieron en el teatro, de raíz asimismo funeraria. Frecuente en la orfebrería, es, no obstante, más raro moldear un rostro – una máscara- con pan de oro, algo que no es lo mismo que el recubrimiento crisoelefantino de la estatuaria, decididamente suntuario. No soy un experto, pero, al hilo de mi muy limitado saber al respecto, recuerdo también la impresión que me produjeron las cabezas doradas africanas, creo que de Nigeria, donde, con oro o con bronce, se lograron refinadísimas piezas, de una sorprendente elegancia naturalista. A lo que sé, a estas máscaras metálicas se les ha atribuido un parejo sentido fúnebre. En cualquier caso, la excavación tumbal es una labor arqueológica, ciencia que etimológicamente significa la investigación de los principios, muy marcados, en el hombre, por la conciencia de la muerte, algo que hoy en día nos sigue atosigando, lo cual demuestra la relatividad con que el ser humano se confronta con el tiempo, cuya medición apenas es un nanosegundo de la expansión sideral. Así y con todo, es nuestro palpitante nanosegundo existencial: nuestra dorada perspectiva.

¿Qué tiene que ver todo esto con la pintora española Amaya Bozal? Se podría, por de pronto, evocar su sólida formación arqueológica como licenciada universitaria que es en Historia Antigua, pero sólo si se interpreta esta anécdota desde el punto de vista artístico, que también, y por fuerza, nos remite a los principios. Oro y barro, los orígenes del barro, los orígenes del arte fueron mágicamente propiciatorios y físicamente táctiles. Los primeros pigmentos fueron orgánicos y embadurnaron la superficie irregular de las oscuras cuevas. Rojo y negro abrillantados por la luz dorada del fuego. Antes, hay que pensar, filogenéticamente, que el origen de la pigmentación corporal tuvo un carácter excrementicio, a partir de lo cual a algunos psicólogos les ha llevado a relacionar la pervivencia de la pasión fecal con precisamente el oro.

«Amaya Bozal, desde sus orígenes, ha formado parte de los artistas de visión háptica, las de quienes ven con las manos, el tacto. Los alfareros de la pintura.»

Esta alfarera de la pintura, esta -también- arqueóloga, puede hallarse circunstancialmente aislada, pero jamás sola. Tiene, desde luego, más compañía e interlocución históricas que culquier traficante de la actualidad, porque, sin abandonar la perspectiva histórica y su larga cola fecundante, en ella habita el factor clave del desarrollo del arte moderno: la disposición dramática de la luz y su amasamiento. Nos basta pensar en, por ejemplo, Tiziano, Caravaggio, Rembrandt o Goya, pero también en Picasso, Pollock, Fautrier, Dubuffet, Bacon, Freud, Millares o Saura. Esta larga experiencia artística no es un mal aval y, menos, como lo ha usado Amaya Bozal y, sobre todo, como ahora mismo lo decanta. Remontándonos antes hasta la prehistoria, hemos calificado el arte rupestre de amasijo de sangre y barro, o, si se quiere, del encuentro entre el rojo y el brillo, el fuego, cuya ciertamente decantada alquimia produjo, muchos siglos después, la Escuela Veneciana, carnal pintura de rojo y oro.

Esta alfarera de la pintura, esta -también- arqueóloga, puede hallarse circunstancialmente aislada, pero jamás sola.

Ahora que conviene, adentrémonos por la senda de las anécdotas con enjundia en la biografía reciente de Amaya Bozal, que no hace mucho se incursionó por África, concretamente por Ruanda. La enjundia de esta deambulación africana de esta alfarera de la pintura no es sólo lo que le deparó en sí esta vivencia africana, sino cómo la despachó en términos artísticos. Y como buena alfarera de la pintura se ha despachado colocándonos sobre el mostrador una serie de cabezas de cerámica chamotada, vistas desde el corte craneal todavía encarnado. Al contemplarlas es difícil no rememorar las máscaras africanas yoruba, de las llamadas tipo gelede, pero no por su similitud formal, sino por su materia y corte, por su arcilla pigmentada, por su condición de máscaras y, en fin, por su «africanidad». No obstante, esta alfarera no es que además pinte, o, si se quiere, esta pintora no es que haga también escultura, sino que es una artista que literalmente trabaja co las manos en la masa. Masa de barro coloreado, resplandeciente, masa de luz. Fuego. Rojo y oro. El estandarte cromático de la tropa pictoricista, desde Tiziano a Delacroix. El rojo del paisaje y el brillo dorado de las testas infantiles insoladas. África: interminables caminos atestados de niños vistos al pasar. Dorado cortejo de cabezas, que apenas sobrenadan sobre una marea roja de la tierra y de sus propios cuerpos cobrizos.

Perro semihundido, Goya

¿Nada más? ¡Son máscaras! La prodigiosa irrupción figurativa de rostros en una pared es un viejo milagro, que se ha modernizado, a su manera, a través del espiritismo, que encuentra uno de sus números fuertes en lo que se llama ectoplasmas, presencias sobrenaturales que, sin embargo, guardan una estrecha relación con el proceso químico de positivación fotográfica. Todo lo alfarera que se quiera, Amaya Bozal carece de relaciones conocidas con el espiritismo, y, por el momento, con la fotografía, aunque las tiene muy estrechas con la pintura, que es materia, pero aspira también a tener sentido. Sentido testimonial o, lo que es lo mismo existencial. Las máscaras infantiles africanas es lo que se ha grabado en la retina existencial de Amaya Bozal. En cualquier caso, esta grabación no se ha llevado a cabo al margen de la senda material y formal que hemos estado sugiriendo como antecedentes o raíz de su arte táctil, sino precisamente por ella. Nada más y nada menos.

De esta manera, al final resulta que la ristra de cabezas doradas sobre rojo de Amaya Bozal engarzan, con honda plenitud existencial, con el patético Perro semihundido, de Francisco de Goya. No es mala interlocución, si hablamos de profundidad.