Guillermo Solana.
Conservador Jefe del Museo Thyssen-Bornemisza.
“El rostro humano –escribió hace tiempo María Zambrano– es el lugar donde la naturaleza, el cosmos entero, sale de su hermetismo.” Pero a veces, el cosmos sólo accede a salir de su hermetismo para volver a zambullirse en él enseguida, burlando al espectador que apenas ha podido asomarse a la puerta entreabierta durante un instante.
La cabeza avanza lentamente desde la oscuridad del fondo, hasta que el rostro o al menos una parte de él queda bañado en la luz. La cabeza asciende hacia la luz, como si hubiera estado enterrada o sumergida y subiera a respirar a la superficie. Pero emerge sólo lo suficiente para descubrirnos la boca, y una vez iluminada se diría que permanece ajena a la luz exterior, como sumida en su propia penumbra, reticente a entregarse del todo. Parece tener los ojos abiertos, pero todo sucede como si estuvieran cerrados. En todo caso, el silencio es el rasgo más evidente de estas cabezas, un silencio cavernoso y lleno de ecos, que nos devuelve nuestras palabras como para hacernos sentir su vaciedad.
¿De dónde vienen estas cabezas, estos rostros?
Amaya Bozal me ha mostrado la fuente de algunos de ellos, que no sé si debería revelar aquí: una pequeña foto de prensa de una niña africana. Pero la distancia entre esa fuente y la serie de pinturas es tan inmensa que sólo acrecienta el número de preguntas, de enigmas. La fotografía esminúscula, mientras que estas cabezas nos abruman con su presencia monumental.
Serán tal vez monumentos, pero erigidos en memoria ¿de qué? ¿De la infancia sacrificada, de la inocencia de las víctimas? Intentar averiguarlo nos llevaría demasiado lejos y sería tanto como traicionar el silencio de la pintura.
¿De qué están hechas estas cabezas de Amaya Bozal? Al contemplarlas, pienso en lo que Bernard Berenson escribía sobre las “caras de terracota” de las figuras de Masaccio (“Masaccio’s terra-cotta-faced people”). Y me acuerdo también de una frase atribuida a Delacroix: “Dadme lodo de las calles y haré con él carne de mujer de un color delicioso.” (“Donnez-moi la boue des rues et j’en ferai de la chair de femme d’une teinte délicieuse”). Ya había visto muchos cuadros de Amaya Bozal cuando descubrí sus extraordinarias cabezas modeladas en chamota, en esa tierra gruesa de grano irregular, y entonces creí entender de golpe lo que había en su pintura: una serie de rostros minerales, geológicos, como hechos de carne fosilizada o petrificada. Creí entender entonces todo lo que había de terrestre en ellas.
Esa consistencia terrestre se basa, me parece, en el exquisito sentido de la materia pictórica de Amaya Bozal. Casi desde sus comienzos, Amaya ha ido a contracorriente del proceso que la pintura ha seguido a partir del final del Informalismo y el Expresionismo abstracto. A comienzos de los años sesenta del pasado siglo, el deseo de evitar lo gestual y lo matérico empujó tanto a los pintores
Pop como a los abstractos afines al minimalismo al uso de la pintura acrílica, de secado rápido y consistencia y efectos infinitamente menos complicados que los del óleo.
Amaya Bozal adora precisamente las complicaciones. Quizá porque nunca pasó por Bellas Artes (estudió Historia Antigua y Filología clásica y es capaz de leer los versos de la Ilíada en la lengua de Homero, lo que podría ser más útil para un artista que todos los cursos de las Facultades de Bellas Artes), Amaya demuestra un profundo apego a la cocina pictórica y una afición persistente a rescatar procedimientos antiguos y casi olvidados. Desde sus tempranos paisajes venecianos, pasando por sus campos de lava hasta sus desnudos o las más recientes cabezas, Amaya ha recurrido al óleo y a la encáustica, el collage, la brea para obtener empastes suculentos, excrecencias, “monstruos de la superficie”, como decía Per Kirkeby hablando del Monet tardío.
Apenas sé nada de esa cocina, pero sí sé que Amaya trabaja en estas pinturas como los maestros del Renacimiento lo hacían en la pintura al fresco. Prepara la tela con un mortero tradicional y, mientras ese mortero está todavía húmedo, aplica los pigmentos de manera que los colores se integren en la base pictórica y formen con ella una sola sustancia. Eso comporta un riesgo, porque si la primera aplicación fracasa, hay que arrancar la pasta y volver a empezar. En todo caso, la pintura no es algo arrojado sobre la tela, sino que ha ido creciendo desde dentro, casi como una emanación de la propia tela.
El peculiar dominio de esta técnica le permite a Amaya Bozal dar a sus telas un aspecto gastado, como erosionado y maltratado por el tiempo. En La Decadencia de Occidente, Spengler explicaba que, cuando las estatuas griegas de bronce fueron desenterradas en la Italia del Renacimiento, el metal apareció cubierto por una capa de óxido verde y negro, y en vez de limpiarlo y bruñirlo, los hombres que las poseían respetaron aquel óxido que provocaba nostalgia de la antigüedad. Así se santificó la pátina, que se produciría en delante de modo artificial. Como las ruinas arquitectónicas y las estatuas mutiladas, la pátina es un emblema del tiempo.
Lo mismo sucede con esta piel envejecida de las cabezas de Amaya Bozal, que simboliza a la vez su dignidad y su fragilidad. Porque como nosotros, son mortales, llevan la muerte metida en los huesos. Estas cabezas tienen mucho de sombras. Y la empresa pictórica de Amaya Bozal podría parecer como una excursión, una temporada entre sombras, como la Nekya, el descenso de Ulises al Hades, en el canto undécimo de la Odisea.
He hablado de la consistencia terrestre de estas cabezas. Al mirarlas he sentido fluir su arena, escurrirse entre los dedos los granos de arena dorada de que están hechas. Pero cuanto más contemplo estas cabezas, más se efectúa ante mis ojos una especie de metamorfosis. Ese polvo brillante es mucho más sutil en realidad que la arena o que ningún mineral, ningún elemento terrestre. Como sucede en la pintura de Pollock, Amaya Bozal pulveriza los contrastes de valores, lo claro y lo oscuro, en una bruma vaporosa, y la sugerencia del efecto escultórico se deshace en una especie de lluvia luminosa. Hay una palabra en la mitología antigua para describir la metamorfosis de las sombras terrestres proyectadas, por virtud de la voluntad de los dioses, en el orbe celeste: catasterismo. El catasterismo es ese salto por el que una figura mortal se convierte en astro o en constelación y resulta así inmortalizada. Con todo lo que tienen de terrestre, de nacido del barro, estas cabezas de Amaya Bozal pueden verse también como fragmentos de cielo constelado. Cada una de ellas es una ventana a la noche, una noche sembrada de estrellas, cometas y nebulosas.