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Construcciones en el agua, 1998 – pintura

 

Teoría del rojo, o las huellas del navegante

Carlos Thiebaut

1.

Viajamos intentando conocer; pero sólo después, destruida la memoria inmediata de las cosas, podemos recuperarlas plenamente. Lo que nos importa no es lo que entonces vivimos, olimos o sentimos, sino hacérnoslo presente aún sin aquella luz, aquel olor o aquella sensación. Esta creación es nuestra huella o nuestro acento, lo que de nosotros queda en lo que primero olvidamos y, luego, construimos o recuperamos. Sospechamos -más bien, estamos ciertos- que otros viajeros anteriores crearon también sus recuerdos, ahora ya sus huellas, destruyendo sus memorias o dejando que se les deshilvanaran. Por eso, cuando viajamos no sólo hemos de trazar nuestros olvidos: también nos las vemos con las huellas que otros consiguieron crear practicando sus propios olvidos. Lo que vemos y luego olvidaremos es fruto de olvidos y de destruidas construcciones de quién sabe qué albañil, qué pintor o qué atareado amanuense. Los muelles, los colores, los canales son huellas. (Nunca nuestros pasos huellan virginalmente el mundo).

2.

El límite impreciso del agua y la piedra en el muelle sostiene una voluntad de permanencia. (La voluntad es roja, porque es un acto que indica la vida, el ansia de ser y subsistir, decía Spinoza.) Pero nuestra voluntad no es transparente: deja ver opacidades y se llena de adherencias que son señal, también, de la vida que se nos pega (a eso lo llamamos, por ejemplo, deseos o querencias; son materias que nos hacen y que se tornan, con la fortuna adversa, en escollos de nosotros mismos). También, así, la encáustica, como señal de la tierra, que apunta a la arcillosa materia prima del querer y la insistencia. La permanencia es sólida, como su voluntad, pero se deshace en el tiempo y con el viento y la lluvia. Por una parte la afirmamos roja; por otra, se deshace entre los verdes de la vida adherida. (El tiempo, el viento y la lluvia son la fragilidad de la memoria).

«Amaya Bozal muestra la destrucción de la roja voluntad de permanencia como el deshacerse de los muelles y los muros por obra del viento, la lluvia y la fragilidad de la memoria.»

Pero también hay una voluntad de olvido que parte del recuerdo para destruirlo y crear el presente y la huella: un presente no advenido, sino creado, tercamente deseado en rojo. También esta voluntad de destrucción y olvido es roja como la vida. Amaya Bozal muestra la destrucción de la roja voluntad de permanencia como el deshacerse de los muelles y los muros por obra del viento, la lluvia y la fragilidad de la memoria. Insiste en el difuminarse de las huellas, pero lo hace por medio de una explícita voluntad de olvido que es voluntad de color, imagen, presente: voluntad de rojo. El rojo permanece, se difumina; pero insiste y entonces se anegra. No pierde, ni en esta deseada destrucción, la luz blanca que persiste en el trasfondo de todo acto de voluntad y que hace que sea pulsión y no capricho.

3.

Tras la voluntad, entonces, la persistencia de la luz. Desde la memoria olvidada de la pintora persisten también los blancos y los cielos de sus obras anteriores (Menorca, África, Venecia). En ellos están presentes otros viajes mediterráneos, constantes, resistiéndose al olvido. Pero, si están más allá de la memoria, también los cielos estarán siempre más allá de cualquier acto de voluntad (su azul emblanquecido no es objeto de deseo). Los blancos de los muros o farallones, mera luz en la huella, tampoco nacen de la voluntad pues son pura persistencia de la imagen olvidada.

«Los blancos de los muros o farallones, mera luz en la huella, tampoco nacen de la voluntad pues son pura persistencia de la imagen olvidada..»

Los blancos y los cielos son el límtie de nuestra enrojecida voluntad y nos sorprenden en una esquina o nos inundan la totalidad del espacio visual. La persistencia de la luz y de los cielos limita la voluntad y la enmarca. Indica que la roja gama orética no agota toda nuestra mirada. (¿Con qué otras gamas habrá de medirse en el futuro?).

4.

El mar, debajo o en el horizonte, es el lugar del viaje, el espacio del viajero. El viaje en el mar une transcurso y permanencia: siempre en un punto idéntico, nunca en el mismo lugar (lo sabemos por el viento, por la luz y la densidad de las olas; es decir, por el tiempo hecho agua). El espacio del mar une, también, voluntad (destrucción y construcción en el tiempo) y eterna persistencia de los blancos y los cielos. Es desde este mar desde donde Amaya Bozal borra huellas anteriores y desde donde construye destruyendo. Un mar homéricamente como vino -recuerda-, un mar que transfiere a los muelles su roja voluntad de permanencia. Este espacio del navegante apenas está enunciado: sólo se muestra (no se oculta), se indica como terreno de la propia huella; precisamente allí donde la huella para permanecer tiene que arrojarse a las orillas, a los muelles/farallones. Aquello que vemos (los rojos, los blancos, los cielos; la voluntad, la persistencia de la luz en la memoria) está visto desde el mar: desde el agua del tiempo presente. Estos muelles, estas construcciones, solicitan -requieren- del tiempo del navegante como forma de la mirada.

«Estos muelles, estas construcciones, solicitan -requieren- del tiempo del navegante como forma de la mirada.»


CATÁLOGO DE LA EXPOSICIÓN