Francisca Pérez Carreño.
Después de la obra dedicada al paisaje, aborda Amaya Bozal en los últimos años el tema del cuerpo. Ni éste ni aquél son motivos cualquiera para la pintura. En realidad, cualquier otro objeto, una narración, una estancia, una conversación o una naturaleza muerta, son también, en pintura, cuerpo y paisaje. Ambos pertenecen a lo pictórico de modo muy relevante. El paisaje, porque apunta a la mirada, lo que se ve cuando el ver parece carecer de otra dimensión práctica. El cuerpo, porque apunta a la acción misma de pintar, a su naturaleza manual, a la relación física entre el cuerpo del artista y el lienzo. El paisaje, porque es el espacio, el horizonte, la atmósfera del cuerpo; el cuerpo, porque es la medida del paisaje. Cuerpo y paisaje: en términos psicológicos, figura y fondo; en términos metafísicos, uno y todo. Nada escapa a nuestro modo de estar en el mundo; tampoco la pintura, atrapada en su especificidad a la indisolubilidad de ojo y mano, obligada a buscar una concepción de esa relación, a expresar un sentido sobre ella. En realidad, también las tapias desconchadas, los campos de lava, los pigmentos ígneos, la materia negra y ocre de la pintura de paisaje anterior de Amaya Bozal llamaban a una interpretación corpórea. Ahora ha encontrado, en el propio cuerpo un motivo de reflexión sobre todo lo anterior.
No pueden confundir a quien conoce la obra de Amaya Bozal sus comentarios sobre la naturaleza visual de la pintura, su búsqueda de la visualidad en la actividad artística. No, a quien no identifique visualidad con eternidad, reflejo, virtualidad de la imagen. Una pintura es una imagen material, un objeto que se percibe como vehículo de una representación, expresión de mirada y afectos, pero que afirma su materialidad, su existencia autónoma, más allá de la autoridad de su creador y de la buena voluntad de su destinatario. La pintura de Amaya es un cuerpo, pero eso es decir mucho, por un lado, y demasiado poco, por otro. Sólo si atendemos a la pintura misma, al modo en que se impone frente a nosotros, veremos un cuerpo según una determinada concepción, una pintura penetrada de sentido.
Por ejemplo, de ninguna manera son éstos cuerpos fragmentados. No es en esa dirección en la que la artista conecta con la preocupación del arte actual sobre el cuerpo, y tampoco en su condición de cuerpos de mujer, objetos de miradas masculinas o críticas, tanto da. No es un cuerpo fragmentado, es el torso principalmente, sirve de sinécdoque. Amaya Bozal no utiliza el cuerpo, como si de cualquier otro motivo se tratara, para aplicar sobre él, como un pretexto, siempre el mismo tratamiento pictórico. Un tratamiento que, es cierto, se ha ido conformando como un estilo pictórico personal, en el que predominan la materialidad del óleo o el encáustico, el churrete, la grieta, el lienzo que asoma, los colores terrosos, el rojo, la presencia más que evidente del negro… Un estilo en el que están presentes la influencia del expresionismo abstracto y del informalismo, con referencias a la pintura barroca, y ahora, también a la Antigüedad clásica y arcaica. Esos son sus materiales y sus medios expresivos y con ellos habla del cuerpo y la pintura, aunque no sean expresión y contenido separables, como no lo es la piel del cuerpo.
En estas obras hay una interrelación de color, materia y cuerpo que explica, entre otras cosas, las primeras incursiones escultóricas de la artista, aunque su pintura nunca haya sido especialmente escultórica, quiero decir preocupada por el volumen de los cuerpos o por su lugar en el espacio. Los vientres, a veces la espalda, el ombligo, el pubis incipiente, se afirman como pintura, se comportan como tal, mancha, límite, costra, abultamiento. Y toda esta concreta y explícita materialidad pictórica se celebra como si fuera una ruina clásica. Es afirmación de la carne, de la belleza y del tiempo. Todo es pintura: el fondo rojo o negro no es profundidad ni dramatismo, sino fuerza del límite, separación de lo humano frente a lo cósmico; también la luz es pintura, surge de dentro, del ocre, el dorado, la cal o la ceniza. Un formato prácticamente cuadrado advierte ya de que no es un retrato, ni una escena, sino la presencia frontal de un torso, una franja pictórica que se muestra como presencia humana. Sus accidentes son los de la propia pintura: la sombra del pecho, transparencia del lienzo; los pliegues del vientre, grietas, arañazos, abultamiento de la gruesa capa pictórica; sudor y también sangre, las salpicaduras del óleo; el vello, las fibras del papel japonés. Sin gesto, ni movimientos, esta franja es una presencia viva; sin rostro, una marca espiritual, incluso en los formatos grandes, cuando el torso supera la escala humana, y se hace más evidente su naturaleza animal.
Hay una identidad del cuerpo y pintura que se da en la naturaleza terrosa de la materia pictórica, y también en el barro cocido de la escultura: el cuerpo es tierra. De modo literal en la cerámica, a veces luminosa presencia del piel o carne, otras, arena y cal, y hasta ceniza y humo. Pero cuando el torso, que vertical rememora figurillas de otro tiempo, se reclina en el lienzo, y accede a la horizontalidad del paisaje, entonces estalla entre ellos el sublime conflicto, entre figura y fondo, pigmento y soporte, gesto y materia, y en esta lucha se muestra la verdadera naturaleza de la pintura.